No sé cuándo cambió mi percepción del tiempo… Recuerdo ser pequeño y sentir que el tiempo pasaba muy despacio. Pensar en que faltaban meses para Navidad, para verano, para el inicio un nuevo curso con la oportunidad de empezar de cero. Meses para el próximo partido, para la próxima carrera, para que saliera ese nuevo juego, esa película que me apetecía ver, ese viaje de fin de curso. Recuerdo ir creciendo, cambiar etapas. Recuerdo mi último verano de verdad al acabar bachillerato, tan improvisado como inolvidable. Recuerdo empezar la universidad, llegar a ese lugar por explorar que era la facultad y presentarme a desconocidos que se convertirían en grandes amigos.
Me imagino que ahí es cuando empezó… En algún momento el tiempo pasó de ir despacio a acelerarse. Y es allí cuando lo vi por primera vez. Ese conejo blanco que sacó un reloj de su chaleco y empezó a decirme al oído una frase que me ha acompañado hasta hoy: “Llegas tarde, llegas tarde, llegas tarde…”
Llegas tarde
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que empecé a perseguir a ese conejo? ¿Cuándo empecé a sentir ansiedad por el paso del tiempo? ¿Cuándo atropellaron las prisas a la ilusión y empecé esta carrera sin sentido?
Seguramente fue tras mi primer año “perdido” de universidad. Absurdo que yo mismo lo siga pensando así, pero así es como me viene siempre a la cabeza. “Perdido” porque sólo aprobé dos asignaturas en septiembre. Porque el resto del curso estuve ayudando a mi madre y acompañándola mientras superaba un cáncer, cosa que he ocultado celosamente en cualquier conversación hasta el día de hoy.
El año que más aprendí en mi vida. En el que maduré, pero también en el que sentí que me retrasaba. En el que empecé a ir corriendo a todos sitios. En el que comencé a repetirme sin parar: “Llegas tarde, llegas tarde, llegas tarde…”
La madriguera
Y fui cayendo por una madriguera infinita. Corrí y corrí, sin preguntarme por qué y hacia dónde. Cada asignatura era un un trámite que superar y no una oportunidad para aprender. Obvié todo lo que no fueran estudios por considerarlo un lujo que no me podía permitir: asociaciones, comunidades, Erasmus, aficiones, deportes, conocer gente… Momentos que no volverán y me hubieran aportado mucho, por el miedo a seguir retrasándome.
Mientras caía, vi a compañeros disfrutar, experimentar, conseguir logros y hacer cosas admirables. Me recriminé no hacer lo mismo que ellos y al poco tiempo dejé de ver y celebrar las cosas que sí iba consiguiendo. Menos mal que al menos me permití un viaje de ecuador, al que fui medio arrastrado, rodeado de amigos y con muchos momentos maravillosos que me hacen sonreír con solo recordarlos. Aprobé mi última asignatura y qué absurdo es ahora darme cuenta que aún tengo pendiente celebrar que terminé la carrera.
En busca del jardín
Y acabé en una habitación preparado para salir al mundo. Pero allí solo había una puerta muy pequeña y un frasco que decía “Bébeme”, que me enseñó que para seguir avanzando tenía que deshacerme de esa arrogancia que te da la juventud y el acabar la universidad, y reconocer lo poco que sabía y todo lo que tenía por aprender.
Participé en proyectos y usé tecnologías que me hicieron sentir muy pequeño, y adquirí conocimientos y superé retos que me hicieron sentir grande. Atravesé puertas que creía imposible atravesar, y toqué techos hasta sacar las manos y los pies fuera del edificio (o eso pensaba).
Llegué a bellos jardines. Quise quedarme pero me pudo el afán de encontrar nuevos jardines, quizás más bonitos, o el miedo a ser considerado una mala hierba y ser arrancado por la fuerza. Conocí flores extraordinarias, orugas prepotentes, y gatos cuya sonrisa parece que aún sigue ahí, flotando en el aire. Tomé por locos a aquellos que encontré por el camino, que desafiaban mi lógica y celebraban cada día con una gran fiesta, con todo lo que podía haber aprendido de ellos…
Y seguí corriendo y corriendo, persiguiendo a aquel conejo que me decía que llegaba tarde, sin saber aún a dónde.
El juicio
Y por fin me he dado cuenta que toda esta carrera sólo me lleva a un juicio absurdo, donde la sentencia viene antes que el veredicto, y en el que, haga lo que haga, acabaré perdiendo la cabeza. Que si bien me siento afortunado por toda esta historia que he vivido, fui demasiado rápido para poder disfrutarla como debería, con la cabeza demasiado fija en el horizonte para apreciar los detalles, detenerme y aprender aún más de ella.
Me he dado cuenta que debo dejar de perseguir a otros y tomar mi propio camino. Que a veces la mejor forma de conseguir llegar a tu destino no es correr sino caminar despacio. Que casi siempre el jurado más crítico soy yo mismo, y que también soy yo quien tengo el poder de controlar mi tamaño para sentirme más grande o más pequeño para superar los obstáculos que se me presenten.
Despertar
Y ahora que me he dado cuenta de todo esto, mi objetivo es no volver a ese “País de las maravillas”. Quiero caminar despacio, disfrutar del camino, elegir a dónde dirigirme.
Y sé que no será fácil, que volverán la ansiedad y las prisas, las ganas de seguir otros caminos que no van hacia donde yo quiero, el sentirme demasiado grande o demasiado pequeño sin poder controlarlo, el olvidar quién soy y tener que parar otra vez…
Solo espero que la experiencia me sirva para no cometer los mismos errores. Que cuando el conejo blanco vuelva a decirme que llego tarde, poder contestarle que nunca llegué tarde, sino exactamente cuando me lo propuse. Aunque esa es ya otra historia para otro día.