
Vivimos en una época de extremos. De generalizaciones. De imposiciones disfrazadas de opiniones firmes (que, si no puedes rebatir, es tu culpa por no argumentar bien… o por tener una opinión “menos válida”). Una época en la que la bravuconada se celebra o se teme. Donde la chulería, si no es la norma, al menos es la cara más visible. Y acaba pareciendo la única opción posible.
Seguramente, al leer esto, lo asocies con la política. Pero lo cierto es que esta dinámica lo impregna todo: nuestro entorno, las redes sociales, nuestras profesiones… y nuestro sector no es diferente. Seguimos idolatrando al líder visionario que impone su criterio sin tener en cuenta a nadie. Confundimos el “gracias a” con el “a pesar de”, olvidamos el sesgo del superviviente, y perdonamos las formas de quienes tuvieron éxito… hasta que, demasiado tarde, nos damos cuenta de todo lo que se llevaron por delante.
Y entonces, cambiamos de tirano, pero no de paradigma. Buscamos al siguiente ególatra carismático, al que todavía le permitimos que sus “logros” justifiquen cualquier medio.
Debo confesar que escribo esto desde el hartazgo. Desde la desilusión. Como desahogo. Pero también, quizás, como un grito de ayuda. Una invitación a escuchar otras voces, menos ruidosas, que también ven los mismos síntomas y que piensan, como yo, que otras formas también son posibles.
La tiranía de la generalización
En los últimos años, creo que las generalizaciones han ganado demasiado terreno. Puede que sean mis propios sesgos, o la suerte que tuve al no verlo de forma tan evidente durante un tiempo, gracias a las personas que me rodeaban. Pero últimamente, la curiosidad parece cada vez más escasa, y la afirmación categórica se ha vuelto la norma.
“Hay que volver a la oficina.”
“Un manager debe seguir programando.”
“Hay que medirlo todo.”
“Los ratios de un equipo deben ser 1:10.”
…
Vivimos una época en la que muchas personas se dedican a decirte lo que debes hacer, pero muy pocas se interesan por lo que estás haciendo y por qué. Donde se ignoran por completo el contexto y las circunstancias para trazar líneas rígidas que solo admiten dos bandos: conmigo o contra mí.
Y claro, las generalizaciones tienen una eficiencia perversa. A corto plazo, una de esas frases resonará con el 50% de las personas. Les dará sensación de respaldo, de certeza, de pertenencia. Pero tarde o temprano llegará otra generalización que los dejará fuera, y entonces descubrirán que su opinión nunca importó. Que solo coincidieron, por casualidad, con la idea dominante de turno.
Acompañar o imponer
Y es que, en mi opinión, que la generalización sea acertada o no es lo de menos. Porque, por mucho que alguien tenga razón, si su argumento parte de la imposición, el resultado será el mismo: te sentirás solo, juzgado, incomprendido. Porque en ningún momento se te tuvo en cuenta.
La imposición genera cumplimiento, a veces. Pero rara vez genera compromiso. En cambio, cuando una decisión nace desde la empatía, desde la voluntad de comprender, desde el respeto, esa decisión se percibe como acompañamiento. Y el acompañamiento genera comprensión, crecimiento y, sobre todo, un cambio duradero y compartido.
Pero eso exige esfuerzo. Una carga cognitiva que asumimos cuando decidimos dar importancia a las personas que tenemos alrededor: a sus contextos, a sus circunstancias, a sus vidas. Lamentablemente, para muchos resulta más sencillo imponer sus propias opiniones, sus experiencias, su lógica. Pensar en números y costes, y dejar a las personas en un segundo plano.
Escuchar parece un arte en extinción. Nos cuesta encontrar tiempo para preguntar, para dejar que alguien termine una frase sin interrumpir, sin corregir, sin reformularla según nuestro marco mental. Confundimos liderazgo con autoritarismo. Olvidamos acompañar procesos y nos dedicamos a imponer soluciones.
Puede que todo esto nazca de mi ingenuidad. Pero, sinceramente, prefiero ser ingenuo antes que caer en el cinismo de pensar que todo vale y que las personas son solo un medio, y no el fin.
La élite
Pero, ¿por qué funciona esto?
Creo que una de las claves está en hacernos sentir parte de una élite. Todos queremos sentirnos especiales. Y este tipo de dinámicas lo explotan bien. Te convencen de que, si en algún momento se trató mal a alguien, si alguien quedó por el camino, no fue culpa tuya, sino suya. Porque no valían. Porque no llegaron. Porque no eran suficientes.
Y si tú sigues aquí, es porque formas parte de la élite. Porque tú sí vales. Y mientras sigas haciendo lo que yo digo, seguirás dentro. Serás parte del cambio. Serás parte de los elegidos que cambiarán el mundo.
La psicopatía de los altos cargos
La experiencia me dice que no es casual que cada vez haya más estudios sobre la incidencia de rasgos psicopáticos en los altos cargos. La falta de empatía. La desconexión emocional. El foco exclusivo en resultados. El ámbito empresarial, centrado en el retorno para inversores, las estructuras jerárquicas sin contrapesos, acaban premiando al que impone, al que no duda, al que no titubea.
Pero no por ser más firme se es más sabio. Ni mucho menos más humano.
Quiero pensar que otra forma de liderar es posible. Que hay espacio para la empatía, la pausa, la duda. Que se puede tener visión sin caer en el dogma. Que el liderazgo no necesita arrogancia. Que las personas no son un coste a optimizar, sino la causa de todo lo que vale la pena.
Porque son las personas las que crean empresas extraordinarias, las que consiguen resultados increíbles, las que comparten una visión que puede cambiar el mundo. Y no al revés. No son los resultados los que justifican cualquier trato hacia las personas.
La vida en gris
Decir que todas las generalizaciones son malas es, irónicamente, otra generalización. Pero lo que quiero decir hoy es que lo verdaderamente importante está en los matices.
Nos haría bien valorar más a quienes hacen preguntas que a quienes dan respuestas rápidas. A quienes buscan comprender antes que imponer. A quienes cuidan de las personas, aunque eso suponga ir más lento.
No todo es blanco o negro. No todos los contextos son iguales. No todas las soluciones sirven para todos los problemas. No todas las formas valen. Y no todas las personas necesitan lo mismo, ni al mismo tiempo, ni de la misma manera.
Seguramente sea el filtro de la edad, pero cada vez valoro más los grises. Y quiero pensar que podemos volver al matiz. A la escucha. A la duda. Al gris.
Y no lo digo como líder, ni como visionario. Lo digo como alguien que está muy cerca de rendirse. Como alguien que se siente, muchas veces, profundamente solo. Que si sigue hablando de vez en cuando es porque todavía cree que lo que dice puede servirle a alguien. Alguien que prefiere dejar de liderar antes que aceptar que esta es la única forma posible.