
Vivimos en una época de extremos. De generalizaciones. De imposiciones disfrazadas de opiniones firmes (que, si no puedes rebatir, es tu culpa por no argumentar bien… o por tener una opinión “menos válida”). Una época en la que la bravuconada se celebra o se teme. Donde la chulería, si no es la norma, al menos es la cara más visible. Y acaba pareciendo la única opción posible.
Seguramente, al leer esto, lo asocies con la política. Pero lo cierto es que esta dinámica lo impregna todo: nuestro entorno, las redes sociales, nuestras profesiones… y nuestro sector no es diferente. Seguimos idolatrando al líder visionario que impone su criterio sin tener en cuenta a nadie. Confundimos el “gracias a” con el “a pesar de”, olvidamos el sesgo del superviviente, y perdonamos las formas de quienes tuvieron éxito… hasta que, demasiado tarde, nos damos cuenta de todo lo que se llevaron por delante.
Y entonces, cambiamos de tirano, pero no de paradigma. Buscamos al siguiente ególatra carismático, al que todavía le permitimos que sus “logros” justifiquen cualquier medio.
Debo confesar que escribo esto desde el hartazgo. Desde la desilusión. Como desahogo. Pero también, quizás, como un grito de ayuda. Una invitación a escuchar otras voces, menos ruidosas, que también ven los mismos síntomas y que piensan, como yo, que otras formas también son posibles.